Cuando comencé a trabajar como docente de matemáticas, cinco
grupos de primer grado en una secundaria técnica en la ciudad de México, sin
preparación previa para desempeñarme como maestra ni interés manifiesto por
semejante actividad, recuerdo (y
lo
he escrito muchas veces en blogs y
artículos
sobre la docencia) que mi primera sorpresa no fue por las carencias en
matemáticas que mostraban los chicos (mínimas comparadas con lo que constato
ahora incluso en las universidades privadas más prestigiosas del país) sino por
la incomprensión del lenguaje que supuestamente deben ser capaces de manejar. Por
supuesto, las primeras manifestaciones se dieron respecto al lenguaje utilizado
en matemáticas el cual, según yo, debieran conocer.
Para mí era incomprensible que los chicos no entendieran lo
que significaba “máximo común divisor” por ejemplo, puesto que en ese título
está contenida la definición. Me llevó un par de semanas y unos cuantos
experimentos darme cuenta de que:
- La enseñanza por la que habían
pasado los hizo memorizar nombres como etiquetas, desligados de cualquier
significado
- Los algoritmos relacionados con
esas etiquetas estaban vacíos porque nunca se construyó significado para ellos
- El problema de lenguaje no era
solamente en lo referente a matemáticas
En la época, 1972, yo todavía era estudiante de licenciatura
y nunca había tenido dificultades para comprender un texto. Sin más evidencia
que lo que observaba con los chicos de los cinco grupos, hice mi primer par de
estudios totalmente empíricos. Como tareas les pedí:
- Que escribieran lo que era un día
regular, entre semana, desde que despertaban hasta que se dormían
- Que escribieran su biografía
La composición de los grupos era heterogénea: chicos cuyos
padres eran ingenieros en el Instituto Mexicano del Petróleo (situado justo
frente a la escuela) y chicos hijos de campesinos que venían desde las
pirámides (Teotihuacán), por ejemplo; chicos que tomaban cursos de idiomas o de
música o de danza o de karate por las tardes, chicos cuyos padres (ambos)
trabajaban y entonces debían llegar a sus casas a ocuparse de disponer la mesa
para la comida y ayudar en tareas domésticas, chicos que trabajaban por las
tardes y hasta parte de la noche para apoyar a la economía familiar. Los
conflictos familiares eran igualmente variados y, en algunos casos, muy
intensos.
Todo lo anterior se reflejaba en sus escritos. De las actividades desarrolladas
en un día regular podía calcularse un promedio de 5 horas de televisión por
día. Mientras menos favorecidos económicamente más horas de televisión al día. En
la escritura de su autobiografía la falta de lenguaje y de claridad era muy
evidente. En el caso más grave que recuerdo el chico se describía en el estilo
de las estampitas de los héroes que se venden en las papelerías: “Fulanito de
tal. Nació en ____ el día ____. Sus padres fueron ____ y ____.”
Mucho tiempo después, a través del análisis de mi propia
experiencia como estudiante a lo largo de los años, de las de mis estudiantes
en todos los niveles y de la de mi hijo, cuando comenzó a mostrar sus
habilidades, comprendí que la adquisición temprana de un lenguaje suficiente y
claro era lo que estaba en la base de la comprensión en matemáticas y cualquier
otra área de estudio, en cualquier nivel. Adicionalmente, la lectura de los
trabajos que encuentran relaciones de causa-efecto entre lenguaje materno y
matemáticas, o los trabajos sobre la adquisición del lenguaje y la lectura de
Emilia Ferreiro confirmaron mi hipótesis.
En aquel momento, y después de revisar y analizar las producciones de los
chicos, lo primero que hice fue dedicar una semana por grupo (4 horas) a
construir un lenguaje que nos permitiera comunicarnos sin muchos tropiezos y a
crear un ambiente de confianza para que pudieran expresar sus dudas sin temor.
Por mi parte, comencé a ver las series de televisión que habían mencionado en
sus escritos para poder crear metáforas que les hicieran sentido.
Entonces vino la parte del lenguaje matemático: máximo común
divisor significa “el mayor de los divisores comunes a dos números enteros
dados”, y cada palabra tiene significado preciso. Común no significa vulgar, por ejemplo; significa que es
algo que corresponde a dos o más sujetos. Batman y Robin tienen en común que
aparecen en la misma serie de caricaturas (en la época); todos ustedes tienen
en común que están en este grupo; etc.
Lo que puedo testimoniar es que, aunque parece un proceso
lento, esta manera de trabajar permite luego avanzar con velocidad
uniformemente acelerada porque se va construyendo cada concepto, cada proceso,
sobre cimientos sólidos.
El proceso anterior es algo que he repetido con cada uno de los grupos, de
cualquier nivel, al inicio de un curso. Establecemos reglas de convivencia que
nos permitan trabajar en un ambiente de confianza y respeto, además.
Por otro lado, en lo que concierne a los contenidos de los cursos, lo que
encuentro muy necesario es tomar en cuenta el pasado académico del estudiante
(del grupo y de las individualidades más notables) para construir un puente que
les permita llegar al punto de inicio del curso. En las condiciones actuales,
tomando como punto de partida los lamentables programas educativos de todos los
niveles, es prácticamente imposible esperar que un chico que se inicia en el álgebra
pueda tener éxito sin un antecedente numérico.
Hay que tomar en cuenta que el
conocimiento
pitagórico sobre los números (Libro II de los
Elementos de Euclides) se sitúa hacia los siglos V y VI antes de
Cristo, mientras que el álgebra desarrollada por Al-Jwarizmi data del siglo IX
después de nuestra era y el desarrollo del álgebra muy en la forma en que
pretendemos que la aprendan los alumnos en el bachillerato se desarrolló en
Europa, en Italia y Francia notablemente, a partir del siglo XV.
El desarrollo de la pura noción de numero negativo tiene una
duración de alrededor de quince siglos, de acuerdo al análisis de Georges
Glaeser en
La epistemología de los
números relativos:
“desde la época de Diofanto hasta nuestros días” dice. Porque una cosa es
manipular los números (así sea con precisión, como ocurría con los matemáticos
incluso notables) y otra cosa es comprender absolutamente el concepto.
Glaeser comenta que “Numerosos son los maestros que no
sospechan que el aprendizaje de las reglas de los signos puede comportar
dificultades.” Y suponen que es un problema del alumno. Incluso, dice: “Hans
Freudenthal (uno de los matemáticos y educadores en matemáticas que más han
contribuido a establecer las dificultades en el aprendizaje de esta materia,
consignado en su obra clásica
Mathematics
as an Educational Task
y fundador de la revista especializada
Educational
Studies in Mathematics)
consagra 160 páginas del libro a examinar muchas de las dificultades que
conlleva el aprendizaje de los números, y sin embargo apenas menciona la regla
de los signos.”
“Uno se explica fácilmente este olvido sorprendente. En la
época en la que él escribía esta obra, Freudenthal escogía los temas de sus
análisis didácticos de entre sus recuerdos personales. Ahora bien, ningún
matemático de su generación (ni de las nuestras) guarda recuerdo alguno de
haber sido turbado por la regla de los signos.”
Sin embargo, Piaget (muy sensible a las observaciones que
hace sobre los niños), consagra varias páginas de su obra
Introduction à l’épistémologie génétique
a las dificultades provocadas por los números negativos.
Las señales de las dificultades que han enfrentado los
estudiantes con esta noción se encuentra, entre otros casos, en la
autobiografía de Stendhal,
La vida de
Henry Brulard. La parte donde hace referencia a estas dificultades la
resumí
en una especie de comic:
Es decir:
no es tan sencillo como
lo hacen parecer los programas educativos que parten del profundo desconocimiento
de quienes los redactan. Y los profesores que creemos que lo más importante es
terminar un programa, aunque los alumnos no aprendan ni un ápice, no ayudamos
en ningún sentido a la formación o el interés por los estudiantes en la materia
o en su aplicación para resolver problemas que tengan sentido.
Se trata,
pues, de crear las condiciones y los apoyos para que el estudiante comprenda y
no para que apruebe un curso sin sentido que solamente sirva para cumplir con
indicadores escolares e institucionales. O no nos quejemos de lo que ayudamos a
crear.